miércoles, 22 de enero de 2014

UN PASEO POR EL PRADO: EL TRIUNFO DE LA MUERTE. BRUEGHEL EL VIEJO (I)

El libro de Javier Sierra, "El maestro del Prado", nos cuenta, en clave de ficción, la visita del escritor al museo, guiado por Fovel, un hombre misterioso, que le descubre el lenguaje cifrado y los códigos ocultos que esconden algunas de las obras más conocidas del museo madrileño.

El capítulo 14º está dedicado a la tabla de Pieter Brueghel el ViejoEl triunfo de la muerte”. En este cuadro se representa el triunfo de la muerte como se describe en el capítulo XX del Apocalipsis con la destrucción de la Humanidad.
Parece que este cuadro se pintó treinta y cinco años después de que otro pintor, Hans Holbein el Joven, diseñase lo que se conoce como el alfabeto de la muerte, una tipografía en donde aparecen las letras, desde la A a la Z, con representaciones de esqueletos. En las siguientes entregas asistiremos a la visita de Javier Sierra al museo en la que Fovel le explica las claves del cuadro de Brueghel que cambian totalmente la interpretación del mismo.

 
La familia secreta de Brueghel el Viejo   


“Antes de que la tarde vuele, el maestro Fovel me acompaña a otro rincón de la sala 56ª del Museo del Prado. Por increíble que parezca, todavía no ha pasado ni un alma cerca de nosotros. Son casi las cinco de la tarde y seguimos a solas. Por prudencia, no digo nada. Él tampoco. Entonces ni se me ocurrió pensar que ya habíamos experimentado antes una circunstancia parecida. Que ambos habíamos sido los dos únicos visitantes en un museo que recibe más de dos millones de personas al año. Si en ese momento hubiera tenido el tino de calcular las probabilidades que teníamos de vivir dos instantes como aquél en poco menos de un mes, me habría dado cuenta de la magnitud de lo que estaba pasando. Sin embargo, torpe de mí, iba a tardar mucho en atar semejantes cabos…   
— No puedes irte sin ver esto —me dice ajeno al nudo que apelmaza mi estómago y que entonces no supe explicar. La escena a la que me conduce el doctor Fovel no mejora mi ánimo.

Apostado en el flanco izquierdo de nuestro campo visual, sobre una tabla primorosamente enmarcada de poco más de metro y medio de largo, un ejército de esqueletos parece dispuesto a entrar en combate contra unos pocos humanos que se resisten a morir. La imagen ante la que el maestro del Prado se ha detenido es en verdad extraordinaria. Las huestes de la parca han tomado posiciones y no van a replegarse.


Pasean por la plaza principal con un carro rebosante de cráneos; una máquina de guerra liderada por un encapuchado siniestro que lanza llamas desde su interior avanza posiciones; cerca se adivinan esqueletos que, espada en mano, aniquilan sin piedad a hombres y mujeres; unos cuelgan a los condenados, otros les abren la garganta con cuchillos y otros los arrojan al río, donde sus cuerpos desnudos se hinchan como globos.

Mudo de asombro, contemplo también una plaza fortificada que se asoma al mar. Está a rebosar de calaveras exultantes de alegría. Extramuros, el panorama tampoco deja hueco a la esperanza. Los campos de la retaguardia lucen esquilmados. Hay restos putrefactos de ganado por doquier, y el humo de varios barcos y edificios costeros no hace sino amplificar la sensación de que ésta es una escena terminal. Sin expectativas. Y lo peor: en el horizonte se adivinan nuevos ejércitos de descarnados abriéndose paso, implacables, hacia las ruinas de la civilización. Me basta un segundo para comprender que nadie va a resistir al empuje de los caídos.   


-autoretrato P. Brueghel-
El triunfo de la muerte resulta desolador. Fue pintado hacia 1562 por Pieter Brueghel el Viejo cuando nadie se había imaginado aún un «apocalipsis zombi». Faltan algo más de dos siglos para la llegada de Goya, el genio de la desazón, aunque lo que Brueghel pinta nada tiene que envidiarle. Ambos artistas fueron víctimas de su tiempo. Al flamenco, sin ir más lejos, le tocó vivir seis guerras casi ininterrumpidas entre los Habsburgo y los Valois. Y a esas luchas territoriales, iniciadas en 1515, pronto se les sumó el horror de las epidemias de peste que diezmarían a la población, sin distingo de ricos, religiosos, niños o pobres.
Brueghel tenía alrededor de treinta y cinco años cuando pergeñó su pesadilla. Y esa tabla —qué ironía— no iba a tardar en resultarle profética: «el Viejo» no cumplirá los cuarenta. Como si sus pinceles hubieran intuido su destino, la peste se lo llevó dejándonos huérfanos de su talento.
Creo entender enseguida por qué mi interlocutor insiste en pararse frente a este paisaje. La tabla de Brueghel —al igual que sucede con el tríptico El jardín de las delicias— fue pintada para invitar a la reflexión. Incluso, de algún modo, podrían considerarse complementarias. Es decir: mientras que la obra del Bosco se inspira en el primer libro de la Biblia y en una lectura superficial narra el origen de nuestra especie, la de Brueghel se lee como su perfecta antítesis. Bebe del último libro de las Escrituras, el Apocalipsis de San Juan, y parece una extensión extrema del infierno del Bosco. Aquí, los grotescos horrores del Jardín nos muestran su verdadera cara, exhibiéndose en toda su crudeza.

- Basler Totentanzes, 1806, Johann Rudolf Feyerabend -

Ensimismado, recuerdo que estoy ante una versión mejorada de las Totentanz, las «Danzas de la Muerte», un género pictórico muy popular en la Centroeuropa del «viejo» pintor. Pero justo cuando me dispongo a abrir la boca para expresar esa idea al maestro Fovel, el doctor me cambia el paso:   
— Quiero plantearte un enigma, hijo —dice muy serio—. ¿Estás preparado?    Sus palabras me arrancan de la imagen. Lo miro algo desconcertado, pero me dejo hacer.   
— ¿Qué clase de enigma, doctor?  
 — Tiene que ver con algo de lo que no hemos hablado aún. Se llama el arte de la memoria y es una disciplina de la que espero sacarás gran provecho cuando, en adelante, entres en un museo de pintura.   
—Estoy listo —asiento intrigado"


(continuará)
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario